27/8/09

El cuenta dientes

*texto extenso partiendo de una acción simple.


Hace ya cuatro minutos que intenta lavarse los dientes. Los lava uno por uno, con un cuidado y una dedicación casi de cirujano. Como le enseñó su mamá. Era muy chico, demasiado, cuando su vieja lo agarró y le explicó que cada dientecito tenía que quedar radiante. El tema no lo entendió del todo bien: ansiosa como para todo, su mamá no había esperado y él sólo tenía 10 dientes al momento del a explicación. En esa época era mucho más simple. Poco diente, poca espera. Pero, cuando le fueron saliendo uno a uno, la cosa se fue alargando. Tanto hasta llegar al día de hoy, cuando tarda un promedio de 15 a 25 minutos en lavarse todos los dientes. Vuelve a recordar con alegría la época en que los dientes empezaron a caérsele. Uno menos, dos menos. Y encima, al otro día tenía plata bajo la almohada. Copado este Pérez, flor de ratón, pensaba. Hasta que le toca cepillarse el colmillo superior izquierdo y recuerda cuando averiguó que los dientes vuelven a crecer. Y el ritual sigue alargándose. Ya lleva seis minutos de cepillada y la cosa pinta para largo. La paleta derecha, esa le costó meses volver a tenerla. Era la única que esperaba con ansias, no le importaba que sus minutos en el baño se alargaran. Se sentía un desastre frente a Margarita. ¡Margarita! Si la habrá perseguido en el colegio. Pero no le daba pelota. Las mujeres suelen hacer eso, basta que uno las persiga para que te desprecien. Y encima, él con un diente menos. Una ventanita, como decía su mamá.
Diez minutos y el ritual sigue. Contar las cepilladas, eso siempre funcionaba. Cuarenta y siete, cuarenta y ocho, cuarenta y nuevo, cincuenta y vuelta a cero. Lo único que agradecía era no tener que contar ovejitas. Él veía hilo dental y Listerine saltando la tranquera.
Catorce minutos y unos músculos increíbles en la muñeca. Campeón nacional de pulseadita china, esa que se juega con el dedo pulgar, gracias a la práctica que venía acarreando.
Dieciséis minutos y la cosa se alarga. El hilo dental nunca le gustó. Pasarse un hilo de coser por la boca, por más higiénico y saborizado que fuera le parecía desagradable. De chico, había negociado darle doble vuelta a cada diente con tal de no usar ese instrumento del horror.
Veinte minutos, ya casi termina. Y menos mal que ya no usa los brackets. De chico, era moda usarlos. Él no los necesitaba, pero se sentía menos y los pidió. Su única queja era el tiempo de limpieza. Horas, horas y horas. Insoportable.
Pero esta vez había llegado a su fin. Después de lavarlos uno por uno, los metió dentro del vaso en la mesita de luz y se acostó. A contar cepillos de dientes y a dormir.